
No había duda de dónde yacía su poder de seducción. Eran esos ojos que brillaban como la superficie de un lago de montaña y la intensidad con la que enfocaba la mirada, haciéndote sentir que, en ese momento, para ella no existía nada más que tú.
No nos dijimos nada y seguimos con la vista fijada el uno en el otro, compartiendo un largo momento de intimidad. En ese mismo instante sentí un escalofrío.
Mientras la miraba, me imaginé a la chica regordeta de catorce años que debía de haber sido.
Lentamente, acerqué mi cara a la suya.
—Sin besos —dijo ella con tranquilidad.
—Chis —le dije yo al tiempo que levantaba el dedo índice y lo apoyaba en sus labios. Después la besé en la boca.
La acaricié y la besé en la nuca. Me aparté, volví a mirarla y le di pequeños mordisquitos en el labio superior. Su lengua buscaba mi boca con avidez. Entonces me dijo que quería tumbarse en el suelo. Yo me tumbé a su lado y no podéis imaginar lo que pasó... ¡Se desmayó!
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